Nieva y no sé qué decirme a mí misma. Blanquecinamente
Avanzan los cedros hacia los ojos famélicos de una muchacha
Sin sueños que visita a su tía abuela cada invierno. El río rígido
Espeja el paisaje y nuestro pasar quejumbroso de puentes.
Nieva hasta borrar de mi rostro el lento rastro de tus dedos.
Mar Sancho (1972. Valladolid, España); Entre trenes, Eolas Ediciones, 2019
De vosotros,
los jóvenes,
espero
no menos cosas grandes que las que realizaron
vuestros antepasados.
Os entrego
una herencia grandiosa:
sostenedla.
Amparad ese río
de sangre,
sujetad con segura
mano
el tronco de caballos
viejísimos,
pero aún poderosos,
que arrastran con pujanza
el fardo de los siglos
pasados.
Nosotros somos estos
que aquí estamos reunidos,
y los demás no importan.
Tú, Piedra,
hijo de Pedro, nieto
de Piedra
y biznieto de Pedro,
esfuérzate
para ser siempre piedra mientras vivas,
para ser Pedro Petrificado Piedra Blanca,
para no tolerar el movimiento
para asfixiar en moldes apretados
todo lo que respira o que palpita.
A ti,
mi leal amigo,
compañero de armas,
escudero,
sostén de nuestra gloria,
joven alférez de mis escuadrones
de arcángeles vestidos de aceituna,
sé que no es necesario amonestarte:
con seguir siendo fuego y hierro,
basta.
Fuego para quemar lo que florece.
Hierro para aplastar lo que se alza.
Y finalmente,
tú, dueño
del oro y de la tierra
poderoso impulsor de nuestra vida,
no nos faltes jamás.
Sé generoso
con aquellos a los que necesitas,
pero guarda,
expulsa de tu reino,
mantenlos más allá de tus fronteras,
déjalos que se mueran,
si es preciso,
a los que sueñan,
a los que no buscan
más que luz y verdad,
a los que deberían ser humildes
y a veces no lo son, así es la vida.
Si alguno de vosotros
pensase
yo le diría: no pienses.
Pero no es necesario.
Seguid así,
hijos míos,
y yo os prometo
paz y patria feliz,
orden,
silencio.
Ángel González (1925, Oviedo- 2008, Madrid); Sin esperanza, con convencimiento (1961), extraído de Donde la vida se doblega, nunca, Valparaíso Ediciones, 2016
Un trueno estalla en el cielo
su rugido embiste los oídos
de quien no olvida el eco de las bombas.
Las mujeres se tiran al suelo
cubren, asustadas, las cabezas de sus hijos
la lluvia deforma el paisaje
convirtiendo esta aldea
en un campo de círculos mal dibujados.
En tierra de azufre y sal
no crece la hierba.
La vida se detiene:
No existe techo ni piel para tanto miedo.
Paloma Camacho Arístegui (1988, Madrid, España); Cartografía de un abandono; Ed. Gato Encerrado, 2018
Las montañas cristalizan en mil años
y el mar gana un centímetro a la tierra
cada dos milenios,
horada el viento la roca
en cuatro siglos
y la lluvia,
también la lluvia se toma su tiempo para caer.
Se paciente, con mi corazón que suspira por una obra duradera. Como el viento, como la lluvia, también mi corazón se toma su tiempo para caer.
Luisa Castro (1966, Lugo, España), De mí haré una estatua ecuestre, Ed. Hiperión, 1997
Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron un cuerpo: tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar, tu boca y la blanca disciplina de sus dientes caníbales, prisioneros en llamas, tu piel de pan apenas dorado y tus ojos de azúcar quemada, sitios en donde el tiempo no transcurre, valles que sólo mis labios conocen, desfiladero de la luna que asciende a tu garganta entre tus senos, cascada petrificada de la nuca, alta meseta de tu vientre, plata sin fin de tu costado.
Tus ojos son los ojos fijos del tigre
y un minuto después son los ojos húmedos del perro.
Siempre hay abejas en tu pelo.
Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos
como la espalda del río a la luz del incendio.
Aguas dormidas golpean día y noche tu cintura de arcilla
y en tus costas, inmensas como los arenales de la luna,
el viento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises
la noche de los cuerpos,
como la sombra del águila la soledad del páramo.
Las uñas de los dedos de tus pies están hechas del cristal del verano.
Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca del horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección y el día de la vida perdurable)
Patria de sangre, única tierra que conozco y me conoce, única patria en la que creo, única puerta al infinito.
Octavio Paz, Obra poética (1935-1988), Seix Barral. 1990.
Pero tu intención de ir te llevó donde querías, Lejos de aquí, donde estás diciéndome: “aquí estoy contigo, mira”. Y me señalas la ausencia. PEDRO SALINAS
No me queda mucho más que decirte, pues esta nube ya arruga mis dedos por momentos, salvo que llegó a casa una carta a tu nombre —fingí tu firma y el cartero, amable, disimuló mi tristeza—, que la comida se acumula pero el hambre no termina, que no sé qué hacer con tanto ruido —recuerdo cuando partías el silencio con tu risa y todo, entonces, era cuestión de adelantarse— y que las palabras me duelen, amor.
No quisiera que pensaras
que no te pienso
porque no te escribo.
Es solo que ahora he de hacer hueco
a tu ausencia en mi refugio,
y no sé si estoy preparada para colocarla
al lado de un poema
que cuente de algún modo
que no duela tanto,
cómo desapareciste
al abrir los ojos.
Prefiero cerrarlos que ver esta puerta
cerrada
cansada ya de tantos portazos.
Elvira Sastre (1992, Segovia, España), La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, Ed. Visor, 2014
No puedo ahora frenar la rotación inmensa del abrazo para medir su órbita. Claudio Rodríguez
¿Qué quieres que te cuente del amor
alguien que nunca ha escrito en el poema mariposa o abril?
Yo sólo puedo hablarte
de los escorpiones o de las garrapatas,
de la cara de imbécil que tiene mi vecino,
de lo triste que a veces me resulta
escuchar a Coltrane
sin otra compañía que mis gatos
o del abrigo excepcional de los violines
cuando tiemblan y dudan de su música.
Sin embargo, no puedo hablarte del amor.
Ese altivo juglar no me quiso en sus filas
y ahora estoy aquí como un intruso,
escribiéndote a ti que estás leyendo
y mirando el reloj para escaparte de toda esta indigencia,
que tal vez sabes algo de este tipo
y de sus maniobras,
que también —es posible— te haya dado plantón;
a ti, que desconoces mi lado más siniestro,
el tabaco que fumo
o a qué hora inservible
maldigo las canciones y me arrastro
hasta mi habitación sin dignidad
para seguir bebiendo esta indolencia.
¿Qué quieres que te cuente del amor
quien no pudo medir su abrazo ni su órbita?
Katy Parra (1964, Murcia, España); Licencia para bailar, Valparaíso Ediciones, 2016
Robaría:
Una pareja de cobayas. Un gorila.
Un kimono nupcial.
Un molino (con molinero).
La planta de pachulí
que he visto en una finca.
Entraría a robar un petigrís
para noches de amor bajo la luna.
Robaría:
Una potente licuadora
para beber el jugo de los árboles.
Un imán gigantesco
para desmantelar los campos de batalla.
Robaría:
Inútiles diamantes y esmeraldas
y una apisonadora
que los pulverizase
para cubrir las huellas
que va dejando un bueno.
Robaría:
las cuartillas de un sabio.
Un telescopio. Una columna.
Una gárgola artística.
Dinero y tiempo al tiempo,
para que me enseñaran
a manejar el radar que luego robaría.
Robaría:
Los sagrarios que quieren ser cerrados.
Los cálices que van a profanarse.
La luminosidad de los relámpagos
para hacer mis bombillas.
Un bosque para los cachorrillos
de los parques zoológicos.
De la mano del alba
mi niña viene,
la carita tan blanca
como la nieve.
De la mano del aire
mi niña pasa,
moviendo las alitas
de las espaldas.
Cada tarde en el parque
sentadita en un banco
pinta arbolitos de verde,
pinta patitos de blanco.
Y una tarde de verano
que tenía mucha sed
pintó una fuente con agua
y a ella se fue a beber.
De la mano….
Que me dejen con mi niña
la de la boquita chica.
Que me dejen con mi niña
la de los ojitos grandes.
Que me dejen con mi niña
la que a mi pecho creció,
que no quiero yo otra niña,
que no quiero otra, no.
De la mano…
Abre las ventanas,
cierra la puerta:
que pase y se quede
la Primavera.
Yo no quiero crecer y perder ese olor a musgo que aún me envuelve y me protege. Yo no quiero vestirme de importante, perder el brillo de los ojos que delata la llama del tiempo sin pasado y que todavía con el dedo estirado me toca. Me asombro al ver un árbol, el amanecer como una tarde puesta al revés, no yéndose, el retrato de un muerto en el salón de mi casa. Yo no quiero sujetar a los hombres por la corbata ni manejar números
Maine, verano de 2005.
Leticia Bergé (1991, Madrid, España); Dame tu llave, AGM Editor, 2006. Extraído de Sombras di-versas. Diecisiete poetas españolas actuales (1970-1991); Ed. Vaso Roto, 2017.