Conversación en la isla

Conversación en la isla

—Escribir un poema es intentar desatarse,
adivinar en qué mano está la moneda
—dije yo—. Tú mirabas
el sol igual que un fuego encima de la isla
y yo dije: —La poesía empieza
cuando ya has olvidado qué es lo que te asustaba
pero aún tienes miedo.
Yo veía
las torres blancas. Tú dijiste: —Es raro,
nos gustaría huir
pero nadie nos sigue.

Junto al agua,
partiendo nuestras vidas,
cortándonos las manos al coger los cristales,
tú dijiste: —La poesía es todo
lo que hay entre un disparo y el animal herido.
Parecías
tan lejos, tan a salvo
de ti y de mí;
distinta igual que siempre,
rota y vuelta a armar de una manera nueva.

El sol se fue. La noche
se acercaba y yo dije: —¿Recuerdas que jugábamos
a poner nuestros años
al lado de la Historia? Por ejemplo:
aprobaste Latín y Armstrong llegó a la luna…
Y tú dijiste: —El fuego
de los días,
la suma
de las horas,
las letras de «Armstrong llegó a la luna»…
Estábamos tan solos,
tan cansados,
como perros perdidos en medio de la lluvia,
como hombres mirando la noche desde una casa vacía.

Vi las últimas luces de la costa y el cielo
extraño encima de la playa. —A veces
—dije— no hay más que eso
y algún sitio donde ir pero ningún sitio donde quedarte
y palabras que son las piezas del abismo
y recuerdos igual que disparos en una diana.

Luego llegó la luz, el ruido azul
de la mañana,
mientras tú decías:
—Te di mi corazón y quisiste mis sueños,
te di mis sueños pero quisiste mi esperanza.
y yo dije: —Sí, es eso. Eso es todo:
una sola mujer y un millón de maneras de perderla.
Me miraste. Dijiste: —¿Y después? Y yo dije:
—Nada. Después no hay nada.
Después de eso
tenemos que estar juntos para siempre.

Nos quedamos callados,
junto al agua,
mientras la luz rompía el orden de la noche,
mientras el mar se estrellaba contra los nombres de las ciudades.
Mirando el sol sobre las torres blancas.
Cada uno observando su corazón moverse
lo mismo que un pez rojo en la oscuridad de un río.

La sombra de las torres se parecía a mi vida.

Cada uno protegido por su propio dolor,
como ángeles mirando una tormenta desde el fondo del cielo.

Benjamín Prado, Todos nosotros, 1998

Desnuda

Desnuda

Desnuda eres tan simple como una de tus manos:
lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente.
Tienes líneas de luna, caminos de manzana.
Desnuda eres delgada como el trigo desnudo.

Desnuda eres azul como la noche en Cuba:
tienes enredaderas y estrellas en el pelo.
Desnuda eres redonda y amarilla
como el verano en una iglesia de oro.

Desnuda eres pequeña como una de tus uñas:
curva, sutil, rosada hasta que nace el día
y te metes en el subterráneo del mundo

como en un largo túnel de trajes y trabajos:
tu claridad se apaga, se viste, se deshoja
y otra vez vuelve a ser una mano desnuda.

Pablo Neruda

El pozo salvaje

El pozo salvaje

Por más que aburras esa melodía
monótona y brumosa de la vida diaria,
y que te amansa;
por más lobo sin dientes que te creas;
por más sabiduría y experiencia y paz de espíritu;
por más orden con que hayas decorado las paredes,
por más edad que la edad te haya dado,
por muchas otras vidas que los libros te alcancen,
y añade lo que quieras a esta lista,
hay un pozo salvaje al fondo de ti mismo,
un lugar que es tan tuyo como tu propia muerte.
Es de piedra y de noche, y de fuego y de lágrimas.
En sus aguas dudosas
reposa desde siempre lo que no está dormido,
un remoto lugar donde se fraguan
las abominaciones y los sueños,
la traición y los crímenes.
Es el pozo de lo que eres capaz
y en él duermen reptiles, y un fulgor
y una profunda espera.
En tu rostro también, y tú eres ese pozo.

Ya sé que lo sabías. Por lo tanto,
Acepta, brinda y bebe.

Carlos Marzal, Los países nocturnos, 1996

Siempre lo que quieras

Siempre lo que quieras

Cuando tengas dinero regálame un anillo,
cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca,
cuando no sepas qué hacer vente conmigo
—pero luego no digas que no sabes lo que haces.

Haces haces de leña en las mañanas
y se te vuelven flores en los brazos.
Yo te sostengo asida por los pétalos,
como te muevas te arrancaré el aroma.

Pero ya te lo dije:
Cuando quieras marcharte ésta es la puerta:
se llama Ángel y conduce al llanto.

Ángel González, Breves acotaciones para una biografía, 1969

Consejos

Consejos

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que al partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.

Antonio Machado, Campos de Castilla, 1907—17

Toda historia

Toda historia

Toda historia es simple y se me olvida.
Quizá me fui a tomar café, quizá la amaba
y me perdí entre jardines de piernas esmaltadas
que fueron juncos trenzados de palabras
y después retama que mi lengua de trapo
había hecho trizas. Quizá fue el amor,
quizá el café, tal vez la noche. El recinto
sin madrugadas, con sangre y lunas rotas,
el recinto, el barranco de dientes oxidados
o el valle de hojas de afeitar dulcísimas
no hería o no existía. Quizá fue el café
o fueron sus piernas, o quizá la amaba.
Toda historia es simple y se me olvida
en las axilas de mi ciudad tristísima.
Sabedlo ya: mis ojos no se acuerdan de qué miran.

Santiago Montobbio, Poemas sueltos

Nube de nada

Nube de nada

Hay un lugar en que la vida tiembla
ante el viento y la noche
igual que un pensamiento equivocado.
Un lugar de cristal que alguien ha roto
y en que ya no andará descalza la inocencia.
Un lugar en que flota
el cadáver de un niño ahogado en un mar de relojes
que giran con el dolor de los juguetes averiados.
Y ese mar suena a orquesta de difuntos que interpreta
las partituras indescifrables del tiempo.
Y hay un baile de espectros incesantes,
y sus rostros son los mismos de aquellos
que andaban por la casa, que hablaban de viajes y países,
que traían regalos de ultramar,
cuando tenía
antifaces la vida, y era la dama loca
que se abría como una flor de nieve
cada día en los ojos
que miraban asombrados los naufragios
de los buques fantasmas,
el vuelo de las cometas en la playa errabundas
y la fugacidad
de los castillos de pólvora, al final de los veranos eternos,
cuando se desgarraban los toldos por el viento y volaban
por las calles vacías los sombreros perdidos,
plumas de gaviotas y arenisca, los jirones
de carteles de cines y de circos
que traían el silbido de las balas,
la furia de las fieras
y los ojos vendados del lanzador de cuchillos
ante la ruleta de la muerte.
Hay un lugar en que aún suenan
los broncos abordajes de piratas a los barcos británicos,
el rugido de tigres de Bengala
y la sonrisa rota
de los magos de Holanda y de Turquía.
Hay en ese lugar
imágenes borrosas de mujeres
en cuartos de hotel, en asientos
traseros de unos coches furtivos, parados en los bosques
como brillantes amuletos de juventud;
imágenes borrosas de mujeres
en alcobas prestadas, en pasillos
de edificios que tienen
la condición de laberintos recordados.
Hay un lugar en que recorren
las sierpes del rencor la arena blanca.
Hay un lugar en que todo está dicho
y todo está perdido.
Y ese lugar —apréndelo— es tu corazón.

Felipe Benítez Reyes, El equipaje abierto

Dormir

Dormir

¡Yo lo que tengo, amigo, es un profundo
deseo de dormir!… ¿Sabes?: el sueño
es un estado de divinidad.
El que duerme es un dios… Yo lo que tengo,
amigo, es gran deseo de dormir.

El sueño es en la vida el solo mundo
nuestro, pues la vigilia nos sumerge
en la ilusión común, en el océano
de la llamada «Realidad». Despiertos
vemos todos lo mismo:
vemos la tierra, el agua, el aire, el fuego,
las criaturas efímeras… Dormidos
cada uno está en su mundo,
en su exclusivo mundo:
hermético, cerrado a ajenos ojos,
a ajenas almas; cada mente hila
su propio ensueño (o su verdad: ¡quién sabe!)

Ni el ser más adorado
puede entrar con nosotros por la puerta
de nuestro sueño. Ni la esposa misma
que comparte tu lecho
y te oye dialogar con los fantasmas
que surcan por tu espíritu
mientras duermes, podría,
aun cuando lo ansiara,
traspasar los umbrales de ese mundo,
de tu mundo mirífico de sombras.
¡Oh, bienaventurados los que duermen!
Para ellos se extingue cada noche,
con todo su dolor el universo
que diariamente crea nuestro espíritu.
Al apagar su luz se apaga el cosmos.

El castigo mayor es la vigilia:
el insomnio es destierro
del mejor paraíso…

Nadie, ni el más feliz, restar querría
horas al sueño para ser dichoso.
Ni la mujer amada
vale lo que un dormir manso y sereno
en los brazos de Aquel que nos sugiere
santas inspiraciones. ..
«El día es de los hombres; mas la noche,
de los dioses», decían los antiguos.

No turbes, pues, mi paz con tus discursos,
amigo: mucho sabes;
pero mi sueño sabe más… ¡Aléjate!
No quiero gloria ni heredad ninguna:
yo lo que tengo, amigo, es un profundo
deseo de dormir…

Amado Nervo, El estanque de los lotos, 1919