Canción de despedida

Canción de despedida

A Ricardo Zamorano

Píntame un cuadro.
Busca en el ritmo de tus colores,
en lo más sabio, en lo más hondo,
el tiempo mío que ya no es mío.
Se llama olvido.
Detén la noche,
su perfil mudo, sus crueles pájaros.
Detén sus alas. Detén el miedo,
el que me busca, el que me cerca.
Se llama augurio.
Detén la rosa
que aún finge aromas entre mis manos.
Detén su argucia. Déjame sólo
el clavo oscuro de la palabra.
Se llama fuego.
Píntame un cuadro.
Un mar al fondo. Temblor de espumas.
La rota efigie de aquellos sueños
(los que tenía cuando soñaba.)
Se llaman llanto.
Pinta un camino.
Detén el frío de los relojes.
Detén su paso. Tengo que irme
y no sé por dónde. Pinta un camino.
Se llama huida.
Pinta señales.
Que no se pierdan mis descalzos.
Mis pies que sangran. Es noche casi.
Pinta un camino que me conduzca
a mi destino.
Se llama nada.

Angelina Gatell (1926-2017, Barcelona, España); La oscura voz del cisne, Bartleby editores, 2015

Poema

Poema

Y ahora, abundante de ensueños y de grises,
con esa eterna impotencia que no limpia el lenguaje,
el miedo que se hace palabra para no ser miedo,
todo lo que enciende luces y no se nombra por si muere,
el resquicio de libertad que terco asoma;
brazo roto, abril marchito, luna falsa,
también falso el dolor que se vuelve costumbre;
los labios en dudosas fuentes,
los ojos todavía sedientos de estrellas, calandrias, mitos
y otras delgadas inutilidades que los dioses derraman,
la sonrisa en ayuno para que no traicione
y una mentirosa amnesia de rechazos y deseos;
con ruiseñores y congojas,
o sea con nada, sólo con uno mismo dentro y fuera,
dispuesto a que cada cosa recupere su alcurnia,
su medida y su precio,
se emprende la huida adonde aún no ha llegado el futuro.

Ana María Navales (1942, Zaragoza, España), extraído de Mujeres de carne y verso. Antología poética femenina en lengua española del siglo XX, Ed. La esfera literaria. 2002

Paisajes de papel

Paisajes de papel

A mis hermanas Susy y Margara

Aquella infancia fue más triste.
Ser niño en el cuarenta y dos parecía imposible.
Nuestra niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento.
Éramos serios y aburridos.
Recuerdo aquellas tardes; eran como el mundo era entonces:
sin resquicios y tristes.
Veo a mis pocos años observar con ahínco,
tras el cristal opaco, la calle larga y gris;
el sol estaba lejos y era lo único barato,
lo único que traía alegría sin exigirnos nada.
Veo a mi niña, adulta y consecuente
con un programa bien trazado:
crecer, crecer muy pronto, darse prisa
—ser niño era una carga demasiado pesada
para nosotros y para los grandes—.
Sólo en verano el mundo parecía asequible,
durante tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida.
Lo gris volvía siempre muy pronto.
Un día amanecimos lentas, crecidas,
llenas de miedo, de presente.
Buscábamos palabras en el diccionario
con el afán de comprenderlo todo:
necesitábamos hacer lenguaje.
Algunos nos miraron con asombro,
decían que éramos inteligentes.
Nosotras, durante los dolientes domingos
dibujábamos inseguros paisajes.
Durante mucho tiempo ésas fueron todas mis excursiones.
Salir a un campo que no fuera pintado
suponía gastar unos zapatos.
Salir, salir, ése era el sueño,
abolir a las trenzas, inaugurar la barra de labios:
¡mi reino por un trabajo! 

¿Cómo rendir ahora un homenaje a aquellos días?
¿Cómo añorarlos sin desconfianza?
Se arrugaron, igual que los paisajes de papel,
mientras crecíamos hacia este desconsuelo que hoy nos puebla

Francisca Aguirre (1930-2019, Alicante, España), Ítaca, Ed. I. Cultura Hispánica, 1972 (Premio «Leopoldo Panero», 1971). Extraído de Detrás de los espejos (Antología 1973-2010), Ed. Bartleby Editores, 2013

Balada de otoño

Balada de otoño

Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos, llueve.

Pintaron de gris el cielo
y el suelo
se fue abrigando con hojas,
se fue vistiendo de otoño.
La tarde que se adormece
parece
un niño que el viento mece
con su balada en otoño.

Una balada en otoño,
un canto triste de melancolía,
que nace al morir el día.
Una balada en otoño,
a veces como un murmullo,
y a veces como un lamento
y a veces viento.

Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados
sobre los campos, llueve.

Te podría contar
que esta quemándose mi último leño en el hogar,
que soy muy pobre hoy,
que por una sonrisa doy
todo lo que soy,
porque estoy solo
y tengo miedo.

Si tú fueras capaz
de ver los ojos tristes de una lámpara y hablar
con esa porcelana que descubrí ayer
y que por un momento se ha vuelto mujer.

Entonces, olvidando
mi mañana y tu pasado
volverías a mi lado.

Se va la tarde y me deja
la queja
que mañana será vieja
de una balada en otoño.

Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados…

Juan Manuel Serrat (1943, Barcelona, España); Álbum La Paloma ℗ 2000 BMG Music Spain, S.A.

Alguna vez, de pronto, me despierto

Alguna vez, de pronto, me despierto:
Un dolor me recorre tenazmente,
un dolor que está siempre, agazapado,
por saltar, desde adentro.
Entonces tengo miedo.
Entonces, me doy cuenta que estoy sola
frente a mí, frente a Dios, frente a un espejo
lleno de mis imágenes,
de rostros polvorientos.
Estoy sola, pero siempre estoy sola:
Es lo único cierto.
El amor era un huésped,
la soledad es siempre el compañero
que permanece al lado, inconmovible.
Lo único seguro, verdadero.
Oigo mi corazón, vieja campana
que dobla y que golpea,
que rebota en las sienes y en la nuca
y en la boca y los dedos.
Es cierto, tengo miedo.
Miedo de no poder gritar, de pronto,
de que ya sea demasiado tarde
para un ruego.
La costumbre ahoga las palabras
y alarga el desencuentro.
Ah, tantas cosas quedarán ocultas,
perdidas, sin recuerdo,
tantas palabras que no fueron dichas,
tantos gestos.
Unos dirán: Yo sé, la he conocido,
fue una ardiente rebelde,
se desolló las manos y la vida
por defender los que creyó más débiles.
Otros dirán: Yo sé, la he conocido,
era dura, malévola,
avara de ternura, con la boca
mostraba su desprecio.
Alguien dirá: Y cómo sonreía…
Qué importa
lo que vendrá después del gran silencio.
Claro que tengo miedo.
Así, en la madrugada
mientras algún dolor -un dolor, siempre-
va hincando sus agujas en mi cuerpo,
abro las manos en la sombra dulce
para atrapar mi soledad, de nuevo,
y me quedo a su lado, sin moverme,
con los ojos abiertos
la vida detenida.
Toda mi sangre es un temor inmenso.

Julia Prilutzky (1912-2002, Argentina), Este sabor de lágrimas, Ed. Losada, 1954

Tenso el puño para dormirme

Tenso el puño para dormirme
un acto reflejo, casi mecánico
me preparo para bucear en las profundidades
durante las próximas ocho horas. Allí aparece
todo lo que esquivo con éxito durante el día:
el miedo a estar sola, el dolor de haberte perdido
el deseo de que regreses y la esperanza también
de que a la larga como me dicen
todo sea para mejor.
Me despierto, el puño sigue tenso
igual como lo dejé al dormirme, abro la mano
por las dudas, pero no hay en ella ningún tesoro
no hay tesoros en el fondo del mar
solo nosotros mismos y un espejo gigante
que al igual que los del circo
deforma nuestras dimensiones
y se lee en clave.

Luciana Reif (1990, Argentina), Entrada en calor, Ed. El Ojo del Mármol, 2016