Descentralizaciones

Descentralizaciones (IV)

Reivindico mi mitad mora, la parte goda
de mi genoma,
basta ya
de dioses griegos que no riegan mi sangre.

Reivindico
un viejo primate casi en las costas de África,
un pueblo que vivía aquí antes.
Amo
a Ariadna y Helena, sí,
pero ya basta:
¿qué ha pasado
con las tres mil mujeres sabias de la corte andalusí?

No reivindico a Pelayo, no reivindico a Isabel,
no vencí
en ninguno de los Triunfos De La Historia.
No sé si habrá héroes en mi estirpe, mi memoria instintiva se detiene
en un loco y una hereje que llenaron los huecos de mi genealogía
en el tramo que se pierde en los siglos oscuros.

Reinvindico
los obreros que pueblan mi escudo de armas
y las lenguas que mataron antes de que yo las pudiera aprender.
Basta ya de vírgenes de óleo y de rosa y de rosae,
ya hemos tenido bastante
derecho romano.
No fueron mis antepasados los culpables
del saqueo de El Dorado, de las casas
quemadas en Brunei.

Reivindico
a quienes emigraron hasta aquí
y a quienes al desertar por amor me salvaron del limbo. 

Dejad ya de pintarme
un pasado de grandes avenidas
(inconfundibles, rectas, limpias),
dejad ya de decidirme
apellidos ilustres.

Mi memoria rastreará mi linaje
enredando callejas.
Rehilará cien recuerdos escogidos
para un futuro justo.

Laura Casielles (1986, Asturias, España) Los idiomas comunes, Ed. Hiperión, 2010 (Este libro ganó el XIII Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal y el Premio de Poesía Joven Miguel Hernández en 2011)

Visitantes de fuera

Visitors from Abroad
I
Sometime after I had entered
that time of   life
people prefer to allude to in others
but not in themselves, in the middle of the night
the phone rang. It rang and rang
as though the world needed me,
though really it was the reverse.

I lay in bed, trying to analyze
the ring. It had
my mother’s persistence and my father’s
pained embarrassment.

When I picked it up, the line was dead.
Or was the phone working and the caller dead?
Or was it not the phone, but the door perhaps?


Visitantes de fuera

I
Algún tiempo después de haber entrado
en esa época de la vida
que la gente prefiere mencionar en los demás
pero no en ellos mismos, en mitad de la noche
sonó el teléfono. Sonó y sonó
como si el mundo me necesitara,
aunque en realidad fuera a la inversa.

Me quedé en la cama, tratando de analizar
el sonido. Tenía algo
de la persistencia de mi madre y de la turbación
dolida de mi padre.

Cuando descolgué, no había nadie al otro lado.
¿O es que el teléfono funcionaba y al otro lado había un muerto?
¿O es que no era el teléfono, sino quizás la puerta?

Louise Glück (1943, New York, EE UU); Noche fiel y virtuosa, Ed. Visor, 2021. Traducción de Andrés Catalán

Háblame de la lluvia

Háblame de la lluvia

Las gotas de lluvia son de una fragilidad infinita;
surcan senderos de lágrimas en las ventanas,
peinan los pétalos de las flores rojas,
inundan los mares.

Si pruebas a mirar al cielo
te besan los ojos;
corretean sensuales por tu cuello,
salpican de sueños tus pestañas.

Las gotas de lluvia son como las notas de un adagio;
pedalean tus calles y tus puentes,
empapan tus estancias de tristes alegrías,
deshabitan de recuerdos el olvido.

Los días de lluvia son de una belleza admirable;
pero al final, no sé por qué,
nos vuelve a entrar el miedo
y abrimos los paraguas.

María Monjas Carro (1974, Valladolid, España), Háblame de la lluvia, Ed. Huerga & Fierro, 2012

Aquello en lo que te fijas cuando salimos por las noches

Aquello en lo que te fijas cuando salimos por las noches

Mi madre me enseñó que la mejor forma de pasar por la
          vida era renunciando a la propiedad particular.
Ella me convenció de que podría transformar los balbuceos
          en música de cámara, con mis zapatos.
Tus zapatos son mágicos, me dijo. Pierde uno y ganarás un marido.
          Vende dos y ante ti se revolverán las semillas de tu reino.
Y yo susurraba: mi reino eterno. Junto a él.
Decidí que los compraría de colores para camuflar mi identidad,
          sobrios si aspiro a desvelar mis secretos.
Ni tacones ni zapatos planos ni aerodinamismo; le quiero
          suciamente. He descubierto que pasos-pequeños
conducen a una-mujer-seria-con-dos-rayas-absortas.

Descalza, de puntillas, vuelvo a tener diez años y a morirme
          por dentro de tanta soledad.

Elena Medel (1985, Córdoba, España), Tara, Ediciones DVD, 2006

La visión

La visión 

Caminábamos lejos de la noche,
citando versos al azar,
no muy lejos del mar.
Cruzábamos de vez en cuando un coche. 

Había un eucalipto, un pino oscuro
y las huellas de un carro
donde el cemento se volvía barro.
Cruzábamos de vez en cuando un muro. 

Íbamos a ninguna parte, es cierto,
y estábamos perdidos: no importaba.
La calle nos llevaba
junto a un caballo negro casi muerto. 

Era de noche -esto será mentira.
Tal vez, pero en mis versos es verdad-.
Una arcana deidad
casi siempre nocturna que nos mira 

vio que nos deteníamos y el día
suspendió sus fanáticos honores,
clausuró sus colores
pues también el caballo nos veía. 

No digas que no es cierto: nos miraba.
Con la atónita piedra de sus ojos,
bajo los astros rojos,
nos vio como los dioses que esperaba.

Silvina Ocampo (1903-1994, Argentina), Poesía completa, Ed. Emecé, 2010

Caza nocturna

Caza nocturna

En el suelo mojado de la página
piso los bordes alargados
de una luz derramada que persigo.
Es difícil, pues camino en la noche:
la hilera interminable del recuerdo
tachándome las calles de costumbre,
sucesivas pupilas de palabras
cayendo en vertical sobre este asfalto.
Desoigo el verso que, vacío,
cantan los rótulos en la avenida
y el súbito destello de los coches
que se cruzan como una estrofa en fuga.
Mi cuerpo, vehemente, se aprieta
contra los muros y sus sombras.
Llego a casa.
Un zarpazo, un golpe oscuro,
que no sabe siquiera ser preciso,
me derriba,
casi a tientas enciende
la orilla nueva de un poema.

Trinidad Gan (1960, Granada, España); El tiempo es un león de montaña, Ed. Visor, 2018 (XX Premio de Poesía Generación del 27)

Entonces me besaste

Entonces me besaste

Por celebrar el cuerpo, tan hecho de presente,
por estirar sus márgenes y unirlos
al círculo infinito de la savia
nos buscamos a tientas los contornos
para fundir la piel deshabitada
con el rumor sagrado de la vida.

Tú me mirabas colmado de cuanto forja el goce,
volcándome la sangre hacia el origen
y las ganas tomadas hasta el fondo.

No existe conjunción más verdadera
ni mayor claridad en la sustancia
de que estamos creados.
Esta fusión bendita hecha de entrañas,
la arteria permanente de la estirpe.

Solo quien ha besado sabe que es inmortal.

Raquel Lanseros (1973, Cádiz, España); Croniria, Ed. Hiperión, 2009.

Without you

Without you

Tan fácil olvidarte como que Abril no exista.
Tan fácil amainar,
en el panal de tul de los visillos,
la súbita fragancia de la noche
como atajar tu piel; como retrocederla
hasta el peldaño último del último recuerdo.
Sustraerme, tan fácil, de este anhelante gozo
al descubrir tu olor en el tabaco,
la pana, o la vainilla.
Aminorar, tan fácil, de mi sangre el incendio.
Tan fácil olvidarte.
Tan fácil impedir que los magnolios nieven.

Ana Rossetti (1950, Cádiz, España), Indicios vehementes (Poesía 1979-1984), Ed. Hiperión, 1998

Escontra l’insomniu

Escontra l’insomniu tamién dormía dalguna vez con mio ma.
Yo miraba pala paré, ya ella pa la puerta,
pa guardar tolos furacos del templu.

A veces xirábame pa ella,
tocába-y los rizos per ou salíen los páxaros
que-y contaben mentires a la pena.

Páxaros d’otru tiempu nel que yo nun morrí.

Cuando nun podíemos dormir
facíemos migraciones a la cocina
o al soníu de la curuxa monte arriba,
al picu’l monte a rodiar las estrellas,
metelas nun vasu de Nocilla.

Contábame cuentos garraos de la nuesa Sherezade,
vieya ya coxa.

Agora, de nueche, voi tocar los páxaros
hasta que pueda facelo colos güeyos zarraos,
y voi dicite, a ti, Sherezade,
que yá siento la to pena tocando los rizos de mio ma.
Les muyeres d’esta tierra tamos condenaes
a llorar colos güeyos zarraos los domingos,
abrazanos callaes de llunes a vienres.


Contra el insomnio también dormía alguna vez con mi madre.
Yo miraba hacia la pared, y ella hacia la puerta
para guardar todos los agujeros del templo.

A veces me giraba hacia ella,
le tocaba los rizos por donde salían los pájaros
que le contaban mentiras a la pena.

Pájaros de otro tiempo en el que yo no morí.

Cuando no podíamos dormir
hacíamos migraciones a la cocina
o al sonido de la lechuza monte arriba,
al pico del monte a rodear las estrellas,
meterlas en un vaso de Nocilla.

Me contaba cuentos tomados de nuestra Sherezade,
vieja y coja.

Ahora, de noche, voy a tocar los pájaros
hasta que los pueda sentir con los ojos cerrados
y te voy a decir a ti, Sherezade,
que ya siento tu pena tocando los rizos de mi madre.

Las mujeres de esta tierra estamos condenadas
a llorar con los ojos cerrados los domingos,
abrazarnos calladas de lunes a viernes.

 Raquel F. Menéndez (1993, Asturias, España); El llibru póstumu de Sherezade, Ed. Impronta, 2018

Canto para los niños sin infancia

Canto para los niños sin infancia

Allá,
cuando era niña,
probé la hierba.
Y era verde su olor,
y verde su sabor,
y verde su escondido y pequeño
rincón de sombras.

Sin embargo,
la amargura
que no tiene la hierba
cuando está dormida,
la tienes tú,
pequeño limosnero sin sombra,
a esta hora en que los niños duermen
y en que tu sueño
abre su boca blanca,
interrogante.
A las diez de la noche
la lluvia extiende sobre las piedras
su fatigada lengua de frío.
A las diez de la noche
el hambre muerde y muerde
cerca del corazón.
A las diez de la noche
te quedas en la esquina
solitario,
tembloroso,
y aunque quieras gritar que no se vayan todos,
que no dejen la calle abandonada,
que el viento, si no hay nadie,
gruñe y empuja contra las paredes,
la soledad se posa, inevitablemente,
sobre tus manos sucias y asombradas.
Es la hora en que los niños duermen
para no oír el miedo nocturno que se agita.
Pero tú,
pequeño de seis años,
no eres niño siquiera.
Cuando naciste
alguien dijo que la infancia no te pertenecía
y desde entonces
lo vienen repitiendo muchas bocas:
—el pan tampoco es suyo,
—ni el cariño,
—ni la pequeña tierra de sus pasos,
—ni esos seis años que le vienen grandes.
Y por eso,
sin nada tuyo,
ni siquiera el sueño
miras la calle
como a una larga pesadilla sin sueño
entre los ojos
Pero algún día,
la hierba será dulce,
y te será devuelto tu corazón de niño,
tu reposo de niño,
y la pisada de amor que te negaron
sobre la tierra.

Quizá bajo la hierba
hayamos enterrado muchos muertos,
pero la noche no podrá apretarte
nunca más
contra la mesa de los bares,
ni gritarte en el miedo
con su voz de borracha.
El olor de la hierba
seguirá siendo verde,
y verde su sabor,
y verde
su escondido y pequeño
rincón de sombras,
para que tú lo encuentres
y lo ames.

Julieta Dobles (El peso vivo, 1968)