Todas las mañanas

Todas las mañanas
me voy y dejo la alegría

está durmiendo aún
plácidamente

vengo hacia el abandono de las frases sin alma
en las que nadie paladea
ni el contento de hablar el mismo idioma
ni de comer de un mismo pan

adonde a nadie le parezco hermosa

os dejo en la penumbra
con mi sombra solícita que vela vuestro sueño

Esperanza Ortega (1953, Palencia, España), Algún día, Ediciones Portuguesas, 1988. Extraído de Lo que va a ser de ti, Ed. Plaza & Janés, 1999

Entonces me besaste

Entonces me besaste

Por celebrar el cuerpo, tan hecho de presente,
por estirar sus márgenes y unirlos
al círculo infinito de la savia
nos buscamos a tientas los contornos
para fundir la piel deshabitada
con el rumor sagrado de la vida.

Tú me mirabas colmado de cuanto forja el goce,
volcándome la sangre hacia el origen
y las ganas tomadas hasta el fondo.

No existe conjunción más verdadera
ni mayor claridad en la sustancia
de que estamos creados.
Esta fusión bendita hecha de entrañas,
la arteria permanente de la estirpe.

Solo quien ha besado sabe que es inmortal.

Raquel Lanseros (1973, Cádiz, España); Croniria, Ed. Hiperión, 2009.

Escontra l’insomniu

Escontra l’insomniu tamién dormía dalguna vez con mio ma.
Yo miraba pala paré, ya ella pa la puerta,
pa guardar tolos furacos del templu.

A veces xirábame pa ella,
tocába-y los rizos per ou salíen los páxaros
que-y contaben mentires a la pena.

Páxaros d’otru tiempu nel que yo nun morrí.

Cuando nun podíemos dormir
facíemos migraciones a la cocina
o al soníu de la curuxa monte arriba,
al picu’l monte a rodiar las estrellas,
metelas nun vasu de Nocilla.

Contábame cuentos garraos de la nuesa Sherezade,
vieya ya coxa.

Agora, de nueche, voi tocar los páxaros
hasta que pueda facelo colos güeyos zarraos,
y voi dicite, a ti, Sherezade,
que yá siento la to pena tocando los rizos de mio ma.
Les muyeres d’esta tierra tamos condenaes
a llorar colos güeyos zarraos los domingos,
abrazanos callaes de llunes a vienres.


Contra el insomnio también dormía alguna vez con mi madre.
Yo miraba hacia la pared, y ella hacia la puerta
para guardar todos los agujeros del templo.

A veces me giraba hacia ella,
le tocaba los rizos por donde salían los pájaros
que le contaban mentiras a la pena.

Pájaros de otro tiempo en el que yo no morí.

Cuando no podíamos dormir
hacíamos migraciones a la cocina
o al sonido de la lechuza monte arriba,
al pico del monte a rodear las estrellas,
meterlas en un vaso de Nocilla.

Me contaba cuentos tomados de nuestra Sherezade,
vieja y coja.

Ahora, de noche, voy a tocar los pájaros
hasta que los pueda sentir con los ojos cerrados
y te voy a decir a ti, Sherezade,
que ya siento tu pena tocando los rizos de mi madre.

Las mujeres de esta tierra estamos condenadas
a llorar con los ojos cerrados los domingos,
abrazarnos calladas de lunes a viernes.

 Raquel F. Menéndez (1993, Asturias, España); El llibru póstumu de Sherezade, Ed. Impronta, 2018

A 3 de junio de 2019

A 3 de junio de 2019

Algunas de mis compañeras
después de cargar
veinticuatro lavadoras industriales
llegan a casa
y preparan la comida para todos,
friegan los platos, limpian la cocina,
barren el salón y por fin se sientan
un poco
hasta que llegan los nietos,
les preparan el biberón
y juegan con ellos mientras
ponen la lavadora de casa
y ya no se vuelven a sentar
hasta que la dichosa centrifuga
y por fin pueden
tender la ropa e ir pensando
en preparar la cena y cambiarle
la arena al gato, suelen pasar
la noche en vela
y de golpe ya es de día
y vuelta a empezar, mujeres
que valen su peso en oro
pierden la salud
a dos duros la hora.

Begoña M. Rueda (1992, Jaén, 1992); Servicio de lavandería; Ed. Hiperión, 2021

Canto para los niños sin infancia

Canto para los niños sin infancia

Allá,
cuando era niña,
probé la hierba.
Y era verde su olor,
y verde su sabor,
y verde su escondido y pequeño
rincón de sombras.

Sin embargo,
la amargura
que no tiene la hierba
cuando está dormida,
la tienes tú,
pequeño limosnero sin sombra,
a esta hora en que los niños duermen
y en que tu sueño
abre su boca blanca,
interrogante.
A las diez de la noche
la lluvia extiende sobre las piedras
su fatigada lengua de frío.
A las diez de la noche
el hambre muerde y muerde
cerca del corazón.
A las diez de la noche
te quedas en la esquina
solitario,
tembloroso,
y aunque quieras gritar que no se vayan todos,
que no dejen la calle abandonada,
que el viento, si no hay nadie,
gruñe y empuja contra las paredes,
la soledad se posa, inevitablemente,
sobre tus manos sucias y asombradas.
Es la hora en que los niños duermen
para no oír el miedo nocturno que se agita.
Pero tú,
pequeño de seis años,
no eres niño siquiera.
Cuando naciste
alguien dijo que la infancia no te pertenecía
y desde entonces
lo vienen repitiendo muchas bocas:
—el pan tampoco es suyo,
—ni el cariño,
—ni la pequeña tierra de sus pasos,
—ni esos seis años que le vienen grandes.
Y por eso,
sin nada tuyo,
ni siquiera el sueño
miras la calle
como a una larga pesadilla sin sueño
entre los ojos
Pero algún día,
la hierba será dulce,
y te será devuelto tu corazón de niño,
tu reposo de niño,
y la pisada de amor que te negaron
sobre la tierra.

Quizá bajo la hierba
hayamos enterrado muchos muertos,
pero la noche no podrá apretarte
nunca más
contra la mesa de los bares,
ni gritarte en el miedo
con su voz de borracha.
El olor de la hierba
seguirá siendo verde,
y verde su sabor,
y verde
su escondido y pequeño
rincón de sombras,
para que tú lo encuentres
y lo ames.

Julieta Dobles (El peso vivo, 1968)

Cicatrices

Las cicatrices

No hay cicatriz, por brutal que parezca,
que no encierre belleza.
Una historia puntual se cuenta en ella,
algún dolor. Pero también su fin.
Las cicatrices, pues, son las costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.

Piedad Bonnett (1951, Colombia); Explicaciones no pedidas (XI Premio Casa de América de Poesía Americana), Ed. Visor, 2011

Qué difícil resulta separa una a una las capas de la cebolla

Qué difícil resulta separar, una a una, las capas de la cebolla…

Qué difícil resulta separar, una a una, las capas de la cebolla.
Se adhieren entre sí con una fina telilla
que las unifica y conjunta de manera tenaz.
Cuando intentamos separarlas,
las lágrimas acuden a los ojos.

Así el odio se pega de manera indeleble a ciertos corazones
y resulta imposible retirar esa membrana pegajosa
del órgano que la genera
y hace de ella un vínculo con los enamorados de la muerte.

No lamenta su suerte la cebolla,
ni la conmueven nuestras torpes lágrimas.
Un corazón ahogado por el odio,
envuelto en su coraza transparente,
no es más que una cebolla en el mercado,
un vegetal dispuesto a provocar lágrimas.
Da lo mismo la mano que lo roce:
él no hace distinciones, no le incumben,
tiene un destino cierto que cumplir:
aniquilar la vida para que brote el llanto.

No lamenta su suerte la cebolla ni lamenta el odio.
Cumplamos, pues, también nuestro destino
y lloremos con impotencia la desgracia
de ver cómo florecen las cebollas
entre los tristes muros de la patria.

Francisca Aguirre (1930, Alicante- 2019, Madrid, España); La herida absurda, Bartleby, 2006. Extraído de Antología Raíces. Francisca Aguirre, Luisa Castro, Amalia Bautista, Luz Pichel, Ed. Ya lo dijo Casimiro Parker, 2017

Es este el fin

Es este el fin de todos los principios:
no hay mañana
que llevarse a la boca invocando palabras
grandiosas de mentira.
La épica huyó, huyeron los clamores
y solo queda el miedo proclamando su aroma,
su congoja animal, su afán acorralado.
Y un hombre, un hombre solo
vertido en su pregunta
frente a la incuestionable soledad de sus células
se dirá —nos dirá—:
¿A quién hemos vendido la inocencia?
La inocencia no existe. No hay dilema,
sólo pozos de olvido donde hundir lo que amamos
y aun así comprendemos que es extraño, que nunca
dejará de ofrecernos la ajena voz del otro.
La inocencia es un truco de actor,
no hay compromiso,
solo altares de fango donde sacrificar
nuestra fe de individuos,
nuestro orgullo insensato
de almas irrepetibles, insolidarias, solas.

Pilar Blanco (1959, León, España);  A flor de agua; Ed. Visor, 2000. Accésit del IX Premio “Jaime Gil de Biedma”

Al borde

Al borde

Soy alta;
en la guerra
llegué a pesar cuarenta kilos.
He estado al borde de la tuberculosis,
al borde de la cárcel,
al borde de la amistad,
al borde del arte,
al borde del suicidio,
al borde de la misericordia,
al borde de la envidia,
al borde de la fama,
al borde del amor,
al borde de la playa,
y, poco a poco, me fue dando sueño,
y aquí estoy durmiendo al borde,
al borde de despertar.

Gloria Fuertes (1917-1998, España), Antología y poemas de suburbio, Ed. Lírica Hispana, 1954

Soneto del amor y de la muerte

Soneto del amor y de la muerte

Yo quisiera morir sólo un momento
 para ver lo que soy en tu memoria,
 conocer tu versión de nuestra historia
 y saber en qué piedra me sustento.

 Solo el paso levísimo de un cuento.
 Tan sólo contemplar la trayectoria
 desde mi muerte a ti. Y qué victoria
 detener tu tormenta. Tu tormento. 

Morirme de verdad nunca podría.
 Si perdiera la voz la robaría:
 con mi piel, con mis puños, con mis huellas

 a gritos me llamaras, te llamara
 y al borde de la muerte te esperara
 para subir contigo a las estrellas.

Julia Uceda (1925, Sevilla, España), En el viento, hacia el mar (1959-2002), Ed. Fundación José Manuel Lara, 2003. Le concedieron el Premio Nacional de Poesía en 2003 por este libro.