El desayuno

El desayuno

Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
«Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno».

Luis Alberto de Cuenca, El hacha y la rosa, 1993

Otro romanticismo

Otro romanticismo

«…las aguas del olvido»
Garcilaso
«Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!»
César Vallejo

Te escribo nuevamente desde una tarde helada
de esas en que nos puede el sentimiento
y la obsesión —ese pingajo de la soledad—
te derriba, te ocupa, sienta plaza en tu cuerpo
y, lo más peligroso, te alumbra, te interroga.

Y ves que los renglones se estrechan,
las letras se amontonan
y comprendes el hueco imposible,
el espacio que nunca compartimos
y este bello recurso de contarte la vida
poblando de historia y de sueños
las hojas tibias del dolor
que tanto me recuerdan tus muslos o tu espalda.
Por ellos navegué durante tanto tiempo,
en ellos aprendí tantas cosas extrañas,
tanto golpe de mar,
que parece imposible olvidarte así, de pronto,
como quien tira la luz por la ventana,
como quien se despuebla de golpe de esperanza.

¿Quién puede responder sin ningún truco
a las preguntas viejas, enquistadas,
hechas parte de ti?

¿Quién cruzará de un salto las aguas del olvido
sin sentir cómo quema en la carne la sorpresa de un día,
las sábanas de un día, los cuerpos ofreciéndose,
las ojeras del gozo al amanecer?

¿No volverá el amor ,
aquel juego con náufragos y cofres,
a sorprendernos con su mano abierta,
a dejar en la playa de un hombro
como alga de plata que reposa
la saliva brillante del deseo?

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!

Por eso he de decirte —aunque sea por escrito—
f que está la casa abierta para ti,
que te esperan los libros, el té, mi soledad,
las dudas de las tardes de domingo,
la pequeña verdad
que no se tiene en pie sin tus palabras.

No es posible saber cuando todo enmudece
y la vida se ha vuelto una sórdida esquina
si nos falló el presentimiento
o será que el mercado nos fue tragando
con sus comadres y su algarabía,
que no supimos vernos ni hablarnos
entre anuncios de sopas luminosas,
promesas y altavoces
pregonando los últimos saldos
de la felicidad.

Será que llevaremos inevitablemente
un lenguaje podrido que amarga el paladar
y te pone a escupir en mitad de la urgencia
cuando toda la historia apenas si consiste
en decirnos que sí, que nos amamos.

Y los golpes, tan fuertes, las aguas del olvido,
tan hondas… Yo no sé!

Hay cosas en la vida
que sólo se resuelven junto a un cuerpo que ama.

Y cartas que se escriben
cuando la prisa clava su aguijón
y te deja colgando del alero
y te da por pensar
que es posible que no nos conociéramos
aunque fuimos viviendo el mismo frío,
la misma explotación,
el mismo compromiso de seguir adelante
a pesar del dolor.

Javier Egea, Paseo de los Tristes, 1982

El poema de amor que nunca escribirás

El poema de amor que nunca escribirás

Debería nombrar (debería intentarlo)
el afán hasta hoy por ti dilapidado
en perseguir amor, que quizá fuera tanto
como el afán de huir, fatigado hasta el asco,
de todas las trastiendas, repletas de fracasos,
que los cuerpos arrastran, y en que nos arrastramos.

Debería acoger, dar lugar a unos labios
que nombraran sin fe, sólo de cuándo en cuándo
—por momentos, sinceros; por momentos, falsarios—
diálogos de alcoba que pareciesen tangos
(eso acaban por ser, o algo más triste acaso,
siempre que en la distancia solemos evocarlos):

De esta vida tan sucia, de sus trabajos vanos,
me consuela, mi amor, el fingir, fabulando,
otra eterna contigo, cogidos de la mano.
Y habría de alojar dictámenes sagrados,
con los que, ya bebidos, tanto nos excitamos:
De entre todas las perras que en la noche he tratado,

la más perra eres tú. Debería, malsano,
contener esas citas de los domingos vastos,
insulsas y festivas, amasadas de hartazgo,
en que la vida toda se obstina en maltratarnos,
con su aire de ramera experta en el contagio
del odio hacia la vida, del tedio y del cansancio.

No podrían faltar los cuerpos del verano,
cuando la adolescencia ardía por el tacto,
en especial aquél de todo lo vedado.
Ni habría de omitir el vicio solitario,
por el amor perdido en inventar los rasgos
del amor, que, entretanto, no dormía a tu lado.

Y en él habitarían con todo su sarcasmo
—al fin y al cabo son tristes muertos de antaño,
fragmentos de tu vida que salvas del naufragio—
las cartas sin respuesta; yesos aniversarios,
tiernamente ridículos después de celebrados,
que dejan en el alma aroma a mal teatro.

Y los reproches mutuos, merecidos y agrios,
dirigidos al centro del dolor, como un dardo
con toda la miseria que acarrean los años.
El placer del acoso, cuando el amor intacto,
y cuando la ignorancia, ese bálsamo arcano,
no señalaba límites al indudable ocaso.

El maldito poema tanto tiempo aplazado,
y que no escribirás, porque el tema es ingrato,
querría redimirte de todos tus letargos.
Una voz que te daña diría murmurando:
Del amor, amor mío, te quiero siempre esclavo,
para que tus palabras no tengan que inventarlo.

Quien a ese poema de amor dilapidado
incauto se atreviera, sin calcular el daño,
amaría el amor, probablemente tanto
como el afán de huir, fatigado hasta el asco,
de todas las trastiendas, repletas de fracasos,
que los cuerpos arrastran, y en que nos arrastramos.

Carlos Marzal, El último de la fiesta, 1897

Enamorarse y no

Enamorarse y no

Cuando uno se enamora las cuadrillas
del tiempo hacen escala en el olvido
la desdicha se llena de milagros
el miedo se convierte en osadía
y la muerte no sale de su cueva
enamorarse es un presagio gratis
una ventana abierta al árbol nuevo
una proeza de los sentimientos
una bonanza casi insoportable
y un ejercicio contra el infortunio
por el contrario desenamorarse
es ver el cuerpo como es y no
como la otra mirada lo inventaba
es regresar más pobre al viejo enigma
y dar con la tristeza en el espejo

Mario Benedetti, El amor, ese paréntesis, 1997

Presencia del otoño

Presencia del otoño

Debí decir te amo.
Pero estaba el otoño haciendo señas,
clavándome sus puertas en el alma.
Amada, tú, recíbelo.
Vete por él, transporta tu dulzura
por su dulzura madre.
Vete por él, por él, otoño duro,
otoño suave en quien reclino mi aire.
Vete por él, amada.
No soy yo el que te ama este minuto.
Es él en mí, su invento.
Un lento asesinato de ternura.

Juan Gelman, El juego en el que andamos, 1956—58

Mientras tú existas

Mientras tú existas

Mientras tú existas,
mientras mi mirada
te busque más allá de las colinas,
mientras nada
me llene el corazón,
si no es tu imagen, y haya
una remota posibilidad de que estés viva
en algún sitio, iluminada
por una luz cualquiera…
Mientras
yo presienta que eres y te llamas
así, con ese nombre tuyo
tan pequeño,
seguiré como ahora, amada
mía,
transido de distancia,
bajo ese amor que crece y no se muere,
bajo ese amor que sigue y nunca acaba.

Ángel Gonzalez, Áspero mundo, 1956

Cristales empañados

Cristales empañados

Se fue, no tan despacio que no hubiera
un desajuste tenue en la calima
del asfalto, y su falda
parecía más triste en el andar y hubo
como una duda, o tal vez no, y la acera
se fue estrechando al alejarse y, luego,
pareció, quizás fuera
su delgadez, sus hombros, que no iba,
que volvía a la infancia, y en la calle
apenas cabía el sol y mi mirada
y una música urbana que, tan joven,
surgió de un bar con soledad y miedo.
¿Te veías tú, acaso, dime, como
si te pudieras ver, de espaldas, sola,
pegada a la pared, andando, yéndote?

Me fui. Recuerdo que el vacío
aquél era ya parte
de mí. Porque me estuve yendo
todo el tiempo que, arriba, la buhardilla,
cama deshecha, sábanas con restos
de calor, vasos, deja
ya de fumar, me estuve
dejando ir en no querer ser pasto
de ciudad, y las calles
y el ruido estaba en mí y tus ojos, habla,
¿por qué te vas?, estaban
alrededor de mí; ser pasto
de ventanas cerradas, un quejido
o una sirena a media noche, esquinas
donde comprar la nada, el estallido
de la nada, acompáñame, me estuve
yendo de mí todo aquel tiempo tan hermoso.

Se fue y era de noche
en torno a su cintura y sus vaqueros
gastados. La bufanda, con su historia
ella también, entretejida, daba
una vuelta a la tibia
cadencia de su cuello y la seguía
a través de la lluvia y algún perro
y la insolente luz de los semáforos
poniendo en orden el desierto y, lejos,
la otra oscuridad, la que está hecha
de violencia y portales y mugrientas
escaleras.

Me fui de tanta prisa
por conocer, de tanto estar contigo,
de tanta juventud, frío empañando
los cristales, de tanto amor, la estufa,
libros y discos en desorden, altas
madrugadas del beso, tus preguntas,
café para el cansancio, las paredes,
tu pelo, el desconcierto de estar vivo.

Toda esta vida me sostiene ahora.
Todo este tiempo aquél que es lo que tengo,
lo único que tengo. Tanto irse,
tanto perder, tal desapego,
tanta sinceridad, tan armoniosa
desventura, tan sabio desvarío,
tal desesperación, tanta belleza.

Rafael Guillén

Vaivén

Vaivén

1

Vuelve a la noche,
racimo de horas sombrías;
córtalo, come el fruto de tiniebla,
saborea la ignorancia

2

Con orgullo de árbol
plantado de pleno torbellino
te desvistes
con el gesto del agua
saltando de la peña
abandonas tus cuerpos
con los pasos sonámbulos del viento
te arrojas en el lecho
con los ojos cerrados
buscas tu más antigua desnudez

3

Caigo en ti con la ciega caída de la ola
tu cuerpo me sostiene como la ola que renace
el viento sopla afuera y reúne las aguas
todos los bosques son un solo árbol

Navega la ciudad en plena noche
tierra y cielo y marea que no cesa
los elementos enlazados tejen
la vestidura de un día desconocido

4

Desierto inmenso y fuente secreta
balanza del silencio y árbol de gemidos
cuerpo que se despliega como la vela
cuerpo que se repliega como la brasa
corazón que desgajo de la noche
escorpión que se clava en mi pecho
sello de sangre sobre mis años de hombre

5

(Hago lo que dices)

Con un Sí
la lámpara que te guía a la entrada del sueño
Con un No
la balanza que pesa la falacia y la verdad del deseo
Con un Ay
el hueso floreciendo para atravesar la muerte

6

(Hoy, siempre hoy)

Hablas (se oyen muchas lluvias)
no sé lo que dices (una mano amarilla nos sostiene)
Callas (nacen muchos pájaros)
no sé adónde estamos (un alveolo escarlata nos encierra)
Ríes (las piernas del río se cubren de hojas)
no sé adónde vamos (hoy es ya mañana en mitad de la noche)

Hoy que se abre y se cierra
nunca se mueve y no se detiene
corazón que nunca se apaga
Hoy (un pájaro se posa
en una torre de granito)
Siempre es mediodía

Octavio Paz

Desventurados

Desventurados

Desventurados los que divisaron
a una muchacha en el Metro

y se enamoraron de golpe
y la siguieron enloquecidos

y la perdieron para siempre entre la multitud

Porque ellos serán condenados
a vagar sin rumbo por las estaciones

y a llorar con las canciones de amor
que los músicos ambulantes entonan en los túneles

y quizás el amor no es más que eso:

una mujer o un hombre que desciende de un carro
en cualquier estación del Metro

y resplandece unos segundos
y se pierde en la noche sin nombre

Óscar Hahn, Versos robados, 1995