Un trueno estalla en el cielo
su rugido embiste los oídos
de quien no olvida el eco de las bombas.
Las mujeres se tiran al suelo
cubren, asustadas, las cabezas de sus hijos
la lluvia deforma el paisaje
convirtiendo esta aldea
en un campo de círculos mal dibujados.
En tierra de azufre y sal
no crece la hierba.
La vida se detiene:
No existe techo ni piel para tanto miedo.
Paloma Camacho Arístegui (1988, Madrid, España); Cartografía de un abandono; Ed. Gato Encerrado, 2018
Ya se han puesto en camino
la muerte y sus patrullas:
la muerte, esa aliada
de la guerra más sucia,
y con ella los cómplices
duchos en imposturas.
Dejan por los caminos
una imperial basura
y sus armas contestan
a todas las preguntas.
Patrañas y rapiñas
con la paz se camuflan
mientras la vida cuenta
sus muertes una a una.
La guerra es una patria
de horrible catadura
y el dios de los ejércitos
no retrocede nunca:
con sus armas contesta
a todas las preguntas.
Tiene también la sangre sus revoluciones, sus líderes y demagogos que arengan al pueblo de las ansias congregado en el corazón. Tiene también la sangre sus masacres —en nombre de oscurísimas razones—, en las que mueren tantos inocentes: los de pequeña voz, los tímidos que no saben exponer sus deseos; menos aún, imponerlos. Mueren entre las venas, y de manera irrevocable, lo mismo que acontece entre la historia. Muere toda una grey de tristes oprimidos, pero en la espantosa servidumbre del reemplazo sucumben a su vez los opresores sin que exista un recodo, un breve hueco en que dejar sobre una lápida constancia de su paso. En la anónima fosa de la sangre yacen mezclados víctimas y verdugos; y en las terribles horas de la comprensión qué imposible resulta distinguir del corrompido olor de la esperanza degollada el agrio aroma de sus asesinos.
Francisca Aguirre (1930-2019, Alicante, España), Ítaca, Ed. I. Cultura Hispánica, 1972 (Premio «Leopoldo Panero», 1971).
preso del miedo de lo que vendrá (como vino antes) ¿cómo podrá recobrar el mutilado la serenidad? ¿cómo podrá reconciliarse con la idea que tuvo una vez sobre la progresión de la Noche? -creyendo que la Mañana diría la verdad frente a todos los malentendidos de las sombras
Hace treinta horas que las granadas llueven sobre nosotros desde todas partes. Una de ellas acaba de sobrevolar ahora este poema. Ha sido lanzada desde el Mrkovići donde antes de la guerra cogía margaritas con la mujer que amo.
Izet Sarajlić (1930-2002, Bosnia y Herzegovina); Después de mil balas, Ed. Seix Barral, 2017. Traductores Fernando Valverde Rodríguez y Branislava Vinaver.
Has visto el campo cubierto de amapolas. Has visto los olivos y su verde fruto. Has visto las abejas danzar sobre los higos. Has visto caer las bombas. Como un granizo que rompe. ¿Has visto? En la misma tierra en que nacen las flores los niños se entierran.
Jorge Ortiz Robla (1980, Las Palmas de Gran Canaria, España); Resiliencia, Lastura Ediciones, 2019
Paz en la guerra es la mejor manera de lograr que este mundo de golpes e improperios no nos suma en una cadencia de Guerra y paz eternas. En la inercia de no retroceder, tomamos el impulso con que agravar los males. Los agravios se hacen pendulares y tropezamos siempre con la misma piedra filosofal, como los alquimistas, posesos de razón y de deseos. En todo arrullo una voz disonante nos alerta de lo que está por llegar si persistimos en este juego soberbio del «y yo más». Dar el brazo a torcer de vez en cuando nos humaniza y serena.
Yo fui menos desde que acierto a recordar, ¡qué importa! Una palabra amable basta para abrigar la paz. Un gesto febril y tosco y gris destempla y conviene a la guerra.
Los insultos tienen alas como los cuervos. Los insultos atracan como los barcos. Los insultos son densos como el petróleo. Los insultos, torbellinos glotones, engullen lo que encuentran a su paso circular. Su proa dinamita las aguas. Por su quilla se desborda el odio y la revancha. Su espolón arremete contra las fuerzas contrarias, mientras desde el mascarón la sirena envenena con su belleza pagana.
Quien detesta la guerra hace el amor, incuba la paz, habita la paz, la mece y la acrecienta en círculos concéntricos que derraman más y más paz. Una paz como un cielo, como una torta de pan, como un salero que convoque a la gente y la conserve junto a la mesa puesta bien provista. Una paz duradera que no pudra las carnes.
Elena Camacho (1964, Santander); Colección de flores raras. Las noches y los días. Itinerario: biblioteca; Ed. Caligrama, 2020
Cómo ganar una guerra perdida: Uno. Excavar trincheras con palas, lapiceros, saxofones. De las grietas, hacer cicatrices. Dos. No llevar uniformes. Cada cual adoptará el disfraz que menos le ofenda. Tres. No distinguir noche y día. Permitir la soledad a quien la elija. Adoptar perros y recién llegados. Cuatro. Celebrar una fiesta por cada trinchera. Llegará el enemigo y no entenderá nuestro lenguaje. Les será imposible la conquista: ellos no aman a los perros mestizos ni arrancan orgasmos a las palabras. Perderemos la guerra de las mayúsculas pero la vida está de nuestra parte: lloramos y celebramos la brizna.
Ana Pérez Cañamares (1968, Santa Cruz de Tenerife, España); de Economía de guerra (2014); extraído de En legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis, Bartleby Editores, 2014
Un honor estar en tu Blog estimado maestro.